RELATOS
AL BAJAR LA COLINA
(Primer premio "Cuentos Geoda" de Guernika-Lumo-1989)
Los dos primeros golpes son los más dolorosos. Agachar la cabeza. Esconder la cara. Después, tanto da…” (Mercé Rodoreda)
Ya
no sopla el viento a favor. Tampoco en contra. Ya no sopla...
Incertidumbre. Los gritos cesaron hace tiempo. Hoy todo es dolor y
vacío. La muerte es su aliada. Sin ella no sabrían vivir; la
esperan por los que ya fueron presas de sus caprichos.
Aguardaban
con el cuerpo agarrotado el cansado amanecer. Tenían los labios
agrietados, las mentes idas y la vista fija a través de la ventana.
Carmen miraba por la ventana con una sonrisa impávida. Su cabeza no
funcionaba, pero sus manos acariciaban el violín del que nunca salía
una nota más alta que otra. La suya era una locura que atraía.
Un
soldado asomó por la colina, dos, diez...Carmen agravó el tono de
su violín. Las demás mujeres, jóvenes en su mayoría, se dejaron
caer pesadamente sobre los canapés acolchados y mugrientos. Fermina
se mordió la uña redondeándola. Se chupó la sangre y maldijo.
Todas estaban como si les hubiesen arrancado las uñas de pies y
manos.
Mientras
tanto siguió sonando el violín pero ya nadie lo escuchaba, contando
los pasos que los soldados marcaban al bajar la colina.
No
tenían caras, sólo unas botas viejas y embarradas que avanzaban sin
nombres ni números que las identificaran. Unas botas condenadas como
ellas a resistir a sus dueños. O, ¿Acaso no eran sus dueños? Trae
mala suerte robarle las botas al enemigo muerto.
Pero,
¿Cómo demostrar que aún estaba vivo? ¿Cómo?
Siempre
existen muertos que lo marcan a uno.
Poco
a poco aligeraron el paso. El aire de aquel miserable chozo se espesó
por momentos. Seguían sometidas al ardid impuesto por la violencia,
en la clandestinidad de una guerra que las estaba destrozando. Una
noche Fermina preguntó:
-¿Quién
sabe que estamos aquí? -Nadie-
-¿Quién
reconocerá nuestro tormento? -Nadie-
-Somos
pasto para las fieras -dijo- pero ninguna le contestó.
Ella,
Como el resto de sus compañeras, apenas era un recuerdo confuso de
si mismas.
Fue,
como tantas otras, una noche de silencios. La vieja madera del suelo
crujió. Uno de los soldados, el primero en franquear la puerta de la
cabaña, se dirigió a Carmen y la miró con desprecio. Era un hombre
de ojos brillantes dentro de un rostro duro y encordado. Vestía
casaca oscura y pantalón bombacho aprisionado por gruesas botas. Con
gesto violento la levantó de su silla de mimbre y el violín cayó
al suelo provocando un sonido ronco. Carmen arqueó la espalda y lo
recogió con la delicadeza de una madre asustada pero un mal
pensamiento hizo que el hombre la derribara de un manotazo. El resto
de los soldados miraban indiferentes.
La
luz del crepúsculo rebasaba puertas y ventanas serpenteando con el
polvo que el soldado levantó al avanzar hacia ella, alzó el arma y
la descargó sobre su mandíbula. Carmen quedó como atravesada por
un rayo. Por un momento el soldado vaciló, sin embargo las voces de
sus camaradas le emborracharon de tal forma, que ya no fue dueño de
sus actos. Sus ojos se revolvieron inquietos y nerviosos buscando
fuerzas para acabar lo empezado.
Desesperado
buscó en aquel cuerpo inconsciente el amor que olvidó, el placer
que no deseaba y la venganza; odio y venganza para una guerra sin
metas.
Se
hizo de noche como se hacía de día, con la misma crueldad.
Carmen
buscó el violín abandonado. En el exterior, una gavilla de “Ratas”
surcó el cielo. A los pocos segundos todo se iluminó. Los soldados
salieron de la cabaña precipitadamente, confundiéndose con la noche
y el fragor de sus puestos de artillería. Las mujeres les vieron
desaparecer campo a través guiándose por los reflectores que
sondeaba la negrura.
El
estruendo de los obuses y los impactos se sucedieron sin descanso
durante media hora.
Un
caballo bordeó la colina y se internó en la semioscuridad. El
animal corría sin rumbo y las tripas le colgaban como pechos
flácidos. A pocos metros de la cabaña se desplomó, se convulsionó
repetidas veces y quedó quieto.
Bastó
un cruce de miradas para saber que en poco tiempo saciarían el
hambre.
Una
muralla de humo se levantó en derredor del campamento situado a
cinco kilómetros del frente. El campo era un blanco sudario que todo
lo envolvía cuando cesó el bombardeo. El sonido cadencioso
persistió en el ambiente mientras el día despertaba lánguido y
sahumado.
Las
mujeres salieron de la cabaña. Con las dos hachas descuartizaron
parte del caballo y metieron algunos pedazos en un saco. Para los
carroñeros todavía quedó una buena ración.
Aquella
había sido una noche de suerte.
Y pasan los días y las semanas sin duelos...
Cuando
las primeras gotas golpearon el tejado de la cabaña, se abalanzaron
a por los cacharros de la cocina: Cubos, palancanas, una marmita
descascarillada, dos botijos desportillados y tres mohosas tinajas
que dejaron frente a la puerta. Gruesos goterones desaparecían
apenas tocaban la reseca tierra. Como pebetero del infierno, la
atmósfera desprendía una febril calina que anunciaba abundante
lluvia.
Pero
las nubes se deslizaban rápidas. Demasiado rápidas. Necesitaban
agua y el negro pilón seguía negro y vacío. Apoyadas sobre el
brocal, comprobaron que el agua ni siquiera había cubierto el
paladar de las ovas y el musgo que crecían en su fondo. En cambio el
frío era cada vez más intenso y el viento silbaba como las balas.
Con sus ventosas arrancaba el olor de los campos quemados y esparcía
el hedor de los muertos desenterrados por los bombardeos.
No
llegó el otoño venturoso. Llegó sin conmiseración, callado y
frío. Ninguna había sospechado que para el otoño aún siguiera la
guerra. Ninguna quiso imaginar que llegado el otoño aún estuvieran
prisioneras. Por eso se habían negado a recoger madera para el
fogón. Carla, Fermina, Carmen y Georgina se enfundaron en unos
anchos pantalones arremangados hasta los tobillos. Se vistieron con
sus jerséis de lana gorda y se colgaron las cantimploras de
bandoleras.
Carla
y Fermina abrieron la marcha con las hachas sobre los hombros. De la
cabaña al bosque había algo más de medio kilómetro. La linde del
bosque figuraba un gran agujero donde los engullidos árboles se
agrandaban a medida que se acercaban. Eligieron un árbol y se
pusieron a trabajar.
El
delgado tronco resistió unos instantes hasta acabar desplomándose
mansamente.
-Así
cayó mi hombre -Susurró Carmen- Le dieron “el
paseo”
sin tiempo para sentir el gatillo entre sus dedos.
Descansaron
sin mirarse, con miedo a interferir en el pensamiento ajeno. Carmen
encontró en el bolsillo de su camisa una cuchilla. Sin parpadear la
retó entre los dedos. Acarició el dorso de su mano con su filo
sutil. Se la acercó a una vena y empezó a deslizarla suavemente.
Después con más fuerza, hasta levantarse la piel. Una gota de
sangre tiñó los pliegues de su muñeca. Sus compañeras observaron
en silencio, como hipnotizadas. No la creían capaz de abrirse las
venas. Al menos no como debiera, de un tajo ¡ya! y hecho.
Al
rato el rostro de Carmen se contrajo y la cuchilla acabó perdiéndose
entre la maleza. Cogieron el tronco y regresaron.
Nieves
y María encendieron el fogón. Las llamas brotaron y sonrosaron sus
mejillas. El fogón desprendía un olor casero casi olvidado que las
sumió en la nostalgia. Nieves llevó las manos a su vientre y lo
oprimió con la certeza de que algún día tendría el valor
suficiente para hacer desaparecer al feto engendrado, fruto de
tantos.
Por
eso Nieves no hablaba, ni preguntaba, sólo esperaba. Su fe en el
mundo había quedado anclada cuando devolvió el balón a la niña de
terciopelo y en cinco minutos se vio obligada a enterrar su cuerpo.
No
era justo, que Nieves, la del nombre gélido, tuviese que pasar por
eso.
Y
pasan los días y las semanas sin duelos...
con
el hambre acostumbrada y la moral indolente. Recorriendo con gesto
pesado la distancia que les separaba de la cocina para comprobar que
las ratas corrían a su antojo por el fregadero. Esperando que la
histérica de Fermina les vuelva a asustar con el descubrimiento de
algún fantasma nuevo pues los viejos se desvanecieron en la rutina.
Pero ningún ruego les sacará del estercolero.
La
calma había creado indiferencia. Sus estómagos vacíos apenas se
quejaban. Las miradas se deshacían en las telarañas. En un arrebato
de impotencia las quitaban. Pero volvían. Salían al exterior y la
luz les cegaba. El viento transportaba el estertor silbido de la
muerte. Cada vez más cerca. Su rugido detonador les hacía volver la
cabeza. Habían pasado cuatro días y los soldados no iban. La única
en mantener el optimismo era Carla. Carla tenía los pechos más
grandes que jamás hubiera visto nadie y a los soldados, sobre todo a
los más jóvenes, les gustaba Carla por eso.
Odiaban
a los jóvenes, odiaban la cabaña, los cubos de agua sucia, el
rendido silencio de cada mirada. Sentían que en sus venas no fluía
la sangre porque sus manos ya no temblaban, ni sus ojos se empañaban.
Debían despertar para no ser atrapadas por la locura y gritaban:
“Venid,
venid a
regocijaros
antes de morir por la estupidez humana”
Y como locas reían. Ya no sentían nada.
Un
soldado asomó por la colina, dos, diez...Ninguna se movió. Sin
querer volvieron a contar sus pasos. Las sediciosas botas avanzaban
más cansadas y agraviadas que nunca. De su laxitud pendía el
infructuoso arrojo.
Eran
máquinas virulentas que arrastraban los errores del mundo trinchera
a trinchera. Veían caer a sus compañeros destrozados, algunos
desfigurados por el impacto directo de una granada, se limpiaban la
sangre y seguían disparando, más resueltos y enloquecidos que
antes. A unos les mataba la ceguera en el combate, a otros, los
menos, les salvaba. Y los supervivientes volvían deseosos de
descargar en ellas toda su impotencia de amor, odio y rabia.
Las
luces oscilantes de las lámparas rociaron de sombras las paredes de
la cabaña. Los soldados les dieron sus exiguas pitanzas y unos
cigarrillos sin boquilla. Nieves fijó la atención en el humo que
exhalaban sus labios agrietados. Con grandes bocanadas pretendía
desfigurar al bastardo que tenía en su seno y los soldados, amén de
respetarla más, se sentían atraídos por esa vida que crecía
desafiante entre la muerte.
Uno
cabo furriel le ofreció una chocolatina y un trozo de bollo. Con
relativa serenidad intentó comer. Sus mandíbulas estaban
aletargadas y le dolía el tragar.
El
soldado la miró enternecido. Sus ojos eran castaños y tristes. Su
aspecto pálido y desgarbado. Llevaba barba de varios días y barro
en los pantalones y en la casaca. No tendría más de veinte años.
Tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón de su bota. Una
mancha negra se sumó al entablado que amenazaba con derrumbarse a
cada paso.
Nieves
aspiró su cigarrillo hasta quemarse los labios, tiró la colilla y
le siguió por el estrecho corredor.
María
se encogió en el canapé con las rodillas pegadas a la barbilla.
Empezó a tararear una canción y las palabras despertaron en sus
labios. Uno de los soldados se acercó y la mandó callar. Siguió
cantando.
Era
la popular melodía de una mujer, que a caballo con su amado, escapan
por una senda oculta. Y de un petirrojo que les guía por montañas y
vastos prados. La mayoría se sintieron atraídos por el suave tono
de su voz, mas no el soldado que le amordazó la boca. Todos
retrocedieron cuando María le mordió la mano. El soldado cogió su
fusil y le metió el cañón en la boca. María cayó al suelo.
-Muerde
esto ahora -Aulló el hombre volcando su desagradable sonrisa.
Una
cicatriz le prolongaba la boca hasta la oreja izquierda. Ni uno de
sus dientes guardaba relación con el resto. Todo en él estaba hecho
para repugnar. Todo él era pura destrucción. María cerró los ojos
para no advertir cómo el soldado desgarraba su ropa, aprisionándola
sobre el viejo anaquel. María cerró los ojos y el hombre sonrió al
no hallar renuncia ni sometimiento.
El
soldado miró a su alrededor por comprobar hasta donde podía llegar.
Súbitamente paró ante la mirada del cabo furriel. Los dos hombres
permanecieron desafiantes un rato. Amparándose en la confusión,
María le amenazó.
-Siempre
reconoceré esa cicatriz. No lo olvides. Y seré yo quien te la
arranque como se arranca la piel a los cerdos.
Un
hilo de sangre le corría por las comisuras de los labios al hablar.
El cabo furriel cogió con fuerza la mano del agresor. En la otra
esgrimía un cuchillo de monte. El hombre de la cicatriz dirigió una
mirada sentenciosa a la mujer y salió maldiciendo de la cabaña.
-
¿Estás bien?
Los
dos salieron a la mañana bajo un cielo inagotable.
El
sol reptaba imbricado entre nubes bajas. El cerro, deslindado por el
arrebolado ímpetu de los rayos del sol, se fundía en la lontananza.
Un dilatado llano se extendía hasta la colina “colina
vigía”
la llamaban, pues toda ella figuraba un ser armado y en actitud de
espera. Todo a la vista adquiría un vasto e hinchado lago que se
erguía con las primeras luces.
Una
ráfaga de viento barrió las hojas muertas del bosque y balanceó
las escoradas copas de sus árboles. María se sentó en el rellano
de la cabaña con las piernas estiradas, tal marioneta olvidada en el
rincón de un teatro. El cabo furriel se sentó a su lado y apartó
un lacio mechón de su frente. Una parvada de pájaros rayó el cielo
como aviones en formación. Les siguieron con la mirada.
-Mi
nombre es Armando.
-El
mío María.
Las palabras
parecían quebrarse en sus labios.
En
silencio se abandonaron hasta que un profundo grito les despertó.
María se precipitó hacia el cuarto donde se hallaba Nieves. Los
soldados y sus compañeras miraban al interior consternados. María
hubo de abrirse paso a empujones. Sin hallar fuerzas para soportar
aquella visión, cayó de rodillas. Nieves estaba sobre el jergón
haciendo tales extraños, que nadie se atrevía a acercarse. Estaba
bañada en sangre y su propia sangre se confundía con la del feto
que yacía entre sus piernas. El soldado que estaba con ella salió
arrollándoles. Al rato volvió con un cubo de agua, rasgó una
sábana y empezó a lavarla.
María se puso en
pie. Las lágrimas le cegaban. Cogió una silla tan pesada como su
amargura y la descargó sobre el soldado que la estaba lavando. El
hombre se desplomó sobre el jergón con la cabeza abierta.
Nadie
se movió. Un silencio catatónico envolvió la estancia. Nieves
sonreía sin voluntad. Levantó la cabeza con esfuerzo y se mantuvo
sobre los codos. Sus rasgos eran angustiosos. Sus manos intentaron
acercarse al feto desterrado y mirando a María gritó en su último
suspiro:
-No le matéis.
La
tormenta reventó como un obús en puertas y ventanas. Tras unos
minutos de desconcierto los soldados huyeron. La crudeza de un otoño
desnaturalizado al fin se mostraba sin reservas. Las mujeres
esperaron a que llegara la noche para enterrar sus cuerpos, mientras
los grillos cantaban estúpidamente.
Sentada
en una piedra, Carmen hizo vibrar su violín. Con un lamento infinito
repetía:
-Cavad
-Cavad- que al otro lado de la colina alguien grita nuestro nombre,
aún alguien nos espera.
Y
las palas horadaron la tierra con valentía y la tierra saltó
desafiante sobre sus rostros. En el último puñado de tierra, María
quiso gritar. No pudo. María sólo pensaba en huir. Y corrió.
Corrió como jamás lo había hecho en su vida, mientras la sonrisa
apagada de Nieves le quemaba por dentro.
Y
sus pies no tropezaron con el inabordable suelo porque los guiaba la
fe del que se cree en su derecho de escapar. Georgina le gritó
-“Vuelve,
no hagas
locuras”.
Pero María le contestó: “Ya
no hay remedio”.
Y siguió corriendo, avanzando en la ignorancia de los sucesos,
dejando atrás las heridas, esquivando los escombros; sufriendo como
sólo sufren los muertos: Un desamparo total.
Y
por fin…
por
fin el sol cegó sus ojos cuando pisó el cemento de la carretera. No
pudo imaginar jamás tanta soledad en un instante. A lo lejos, halló
una manada de lobos y les comunicó que ya era libre, como ellos. El
sudor le abrasaba el rostro cegando su intento. Se rebeló. Y notó
que sus pies no querían detenerse hasta llegar a su pueblo.
En
la entrada, sobre una piedra de viejos, descansó el dolor de sus
huesos. Comprobó que el pueblo estaba desolado. Una nube de abandono
lo tenía preso. No se lo creyó y siguió avanzando. Tanto techos de
casas como paredes y suelos se confundían en escombros sin dueños.
Ya no le quedaba nada, mas el cielo la miró entristecido y le enjugó
el sudor con aire fresco y a pesar de todo llamó a la puerta de su
casa y pensó “Cómo
explicarles mi ausencia sin vergüenza en mis silencios”
Y
María miró la puerta destruida, sintió un dolor inmenso y volvió
de nuevo sobre sus pasos muertos.
F.D
F.D
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