Fátima Díez- escritora- Bilbao

miércoles, 20 de abril de 2016

RELATOS -AL BAJAR LA COLINA


RELATOS




           AL BAJAR LA COLINA

                                                                 (Primer premio "Cuentos Geoda" de Guernika-Lumo-1989)



Los dos primeros golpes son los más dolorosos. Agachar la cabeza. Esconder la cara. Después, tanto da…” (Mercé Rodoreda)

    Ya no sopla el viento a favor. Tampoco en contra. Ya no sopla... Incertidumbre. Los gritos cesaron hace tiempo. Hoy todo es dolor y vacío. La muerte es su aliada. Sin ella no sabrían vivir; la esperan por los que ya fueron presas de sus caprichos.

     Aguardaban con el cuerpo agarrotado el cansado amanecer. Tenían los labios agrietados, las mentes idas y la vista fija a través de la ventana. Carmen miraba por la ventana con una sonrisa impávida. Su cabeza no funcionaba, pero sus manos acariciaban el violín del que nunca salía una nota más alta que otra. La suya era una locura que atraía.

     Un soldado asomó por la colina, dos, diez...Carmen agravó el tono de su violín. Las demás mujeres, jóvenes en su mayoría, se dejaron caer pesadamente sobre los canapés acolchados y mugrientos. Fermina se mordió la uña redondeándola. Se chupó la sangre y maldijo. Todas estaban como si les hubiesen arrancado las uñas de pies y manos.

    Mientras tanto siguió sonando el violín pero ya nadie lo escuchaba, contando los pasos que los soldados marcaban al bajar la colina.

    No tenían caras, sólo unas botas viejas y embarradas que avanzaban sin nombres ni números que las identificaran. Unas botas condenadas como ellas a resistir a sus dueños. O, ¿Acaso no eran sus dueños? Trae mala suerte robarle las botas al enemigo muerto.

Pero, ¿Cómo demostrar que aún estaba vivo? ¿Cómo?

Siempre existen muertos que lo marcan a uno.

    Poco a poco aligeraron el paso. El aire de aquel miserable chozo se espesó por momentos. Seguían sometidas al ardid impuesto por la violencia, en la clandestinidad de una guerra que las estaba destrozando. Una noche Fermina preguntó:

-¿Quién sabe que estamos aquí? -Nadie-

-¿Quién reconocerá nuestro tormento? -Nadie-

-Somos pasto para las fieras -dijo- pero ninguna le contestó.

Ella, Como el resto de sus compañeras, apenas era un recuerdo confuso de si mismas.

    Fue, como tantas otras, una noche de silencios. La vieja madera del suelo crujió. Uno de los soldados, el primero en franquear la puerta de la cabaña, se dirigió a Carmen y la miró con desprecio. Era un hombre de ojos brillantes dentro de un rostro duro y encordado. Vestía casaca oscura y pantalón bombacho aprisionado por gruesas botas. Con gesto violento la levantó de su silla de mimbre y el violín cayó al suelo provocando un sonido ronco. Carmen arqueó la espalda y lo recogió con la delicadeza de una madre asustada pero un mal pensamiento hizo que el hombre la derribara de un manotazo. El resto de los soldados miraban indiferentes.

     La luz del crepúsculo rebasaba puertas y ventanas serpenteando con el polvo que el soldado levantó al avanzar hacia ella, alzó el arma y la descargó sobre su mandíbula. Carmen quedó como atravesada por un rayo. Por un momento el soldado vaciló, sin embargo las voces de sus camaradas le emborracharon de tal forma, que ya no fue dueño de sus actos. Sus ojos se revolvieron inquietos y nerviosos buscando fuerzas para acabar lo empezado.

    Desesperado buscó en aquel cuerpo inconsciente el amor que olvidó, el placer que no deseaba y la venganza; odio y venganza para una guerra sin metas.

Se hizo de noche como se hacía de día, con la misma crueldad.

    Carmen buscó el violín abandonado. En el exterior, una gavilla de “Ratas” surcó el cielo. A los pocos segundos todo se iluminó. Los soldados salieron de la cabaña precipitadamente, confundiéndose con la noche y el fragor de sus puestos de artillería. Las mujeres les vieron desaparecer campo a través guiándose por los reflectores que sondeaba la negrura.

   El estruendo de los obuses y los impactos se sucedieron sin descanso durante media hora.

     Un caballo bordeó la colina y se internó en la semioscuridad. El animal corría sin rumbo y las tripas le colgaban como pechos flácidos. A pocos metros de la cabaña se desplomó, se convulsionó repetidas veces y quedó quieto.

     Bastó un cruce de miradas para saber que en poco tiempo saciarían el hambre.

     Una muralla de humo se levantó en derredor del campamento situado a cinco kilómetros del frente. El campo era un blanco sudario que todo lo envolvía cuando cesó el bombardeo. El sonido cadencioso persistió en el ambiente mientras el día despertaba lánguido y sahumado.

Las mujeres salieron de la cabaña. Con las dos hachas descuartizaron parte del caballo y metieron algunos pedazos en un saco. Para los carroñeros todavía quedó una buena ración.

Aquella había sido una noche de suerte.


Y pasan los días y las semanas sin duelos...

    Cuando las primeras gotas golpearon el tejado de la cabaña, se abalanzaron a por los cacharros de la cocina: Cubos, palancanas, una marmita descascarillada, dos botijos desportillados y tres mohosas tinajas que dejaron frente a la puerta. Gruesos goterones desaparecían apenas tocaban la reseca tierra. Como pebetero del infierno, la atmósfera desprendía una febril calina que anunciaba abundante lluvia.

    Pero las nubes se deslizaban rápidas. Demasiado rápidas. Necesitaban agua y el negro pilón seguía negro y vacío. Apoyadas sobre el brocal, comprobaron que el agua ni siquiera había cubierto el paladar de las ovas y el musgo que crecían en su fondo. En cambio el frío era cada vez más intenso y el viento silbaba como las balas. Con sus ventosas arrancaba el olor de los campos quemados y esparcía el hedor de los muertos desenterrados por los bombardeos.

    No llegó el otoño venturoso. Llegó sin conmiseración, callado y frío. Ninguna había sospechado que para el otoño aún siguiera la guerra. Ninguna quiso imaginar que llegado el otoño aún estuvieran prisioneras. Por eso se habían negado a recoger madera para el fogón. Carla, Fermina, Carmen y Georgina se enfundaron en unos anchos pantalones arremangados hasta los tobillos. Se vistieron con sus jerséis de lana gorda y se colgaron las cantimploras de bandoleras.

    Carla y Fermina abrieron la marcha con las hachas sobre los hombros. De la cabaña al bosque había algo más de medio kilómetro. La linde del bosque figuraba un gran agujero donde los engullidos árboles se agrandaban a medida que se acercaban. Eligieron un árbol y se pusieron a trabajar.

     El delgado tronco resistió unos instantes hasta acabar desplomándose mansamente.

-Así cayó mi hombre -Susurró Carmen- Le dieron “el paseo” sin tiempo para sentir el gatillo entre sus dedos.

     Descansaron sin mirarse, con miedo a interferir en el pensamiento ajeno. Carmen encontró en el bolsillo de su camisa una cuchilla. Sin parpadear la retó entre los dedos. Acarició el dorso de su mano con su filo sutil. Se la acercó a una vena y empezó a deslizarla suavemente. Después con más fuerza, hasta levantarse la piel. Una gota de sangre tiñó los pliegues de su muñeca. Sus compañeras observaron en silencio, como hipnotizadas. No la creían capaz de abrirse las venas. Al menos no como debiera, de un tajo ¡ya! y hecho.

    Al rato el rostro de Carmen se contrajo y la cuchilla acabó perdiéndose entre la maleza. Cogieron el tronco y regresaron.

     Nieves y María encendieron el fogón. Las llamas brotaron y sonrosaron sus mejillas. El fogón desprendía un olor casero casi olvidado que las sumió en la nostalgia. Nieves llevó las manos a su vientre y lo oprimió con la certeza de que algún día tendría el valor suficiente para hacer desaparecer al feto engendrado, fruto de tantos.

    Por eso Nieves no hablaba, ni preguntaba, sólo esperaba. Su fe en el mundo había quedado anclada cuando devolvió el balón a la niña de terciopelo y en cinco minutos se vio obligada a enterrar su cuerpo.

    No era justo, que Nieves, la del nombre gélido, tuviese que pasar por eso.

Y pasan los días y las semanas sin duelos...

con el hambre acostumbrada y la moral indolente. Recorriendo con gesto pesado la distancia que les separaba de la cocina para comprobar que las ratas corrían a su antojo por el fregadero. Esperando que la histérica de Fermina les vuelva a asustar con el descubrimiento de algún fantasma nuevo pues los viejos se desvanecieron en la rutina. Pero ningún ruego les sacará del estercolero.

La calma había creado indiferencia. Sus estómagos vacíos apenas se quejaban. Las miradas se deshacían en las telarañas. En un arrebato de impotencia las quitaban. Pero volvían. Salían al exterior y la luz les cegaba. El viento transportaba el estertor silbido de la muerte. Cada vez más cerca. Su rugido detonador les hacía volver la cabeza. Habían pasado cuatro días y los soldados no iban. La única en mantener el optimismo era Carla. Carla tenía los pechos más grandes que jamás hubiera visto nadie y a los soldados, sobre todo a los más jóvenes, les gustaba Carla por eso.

    Odiaban a los jóvenes, odiaban la cabaña, los cubos de agua sucia, el rendido silencio de cada mirada. Sentían que en sus venas no fluía la sangre porque sus manos ya no temblaban, ni sus ojos se empañaban. Debían despertar para no ser atrapadas por la locura y gritaban: “Venid, venid a regocijaros antes de morir por la estupidez humana” Y como locas reían. Ya no sentían nada.

     Un soldado asomó por la colina, dos, diez...Ninguna se movió. Sin querer volvieron a contar sus pasos. Las sediciosas botas avanzaban más cansadas y agraviadas que nunca. De su laxitud pendía el infructuoso arrojo.

     Eran máquinas virulentas que arrastraban los errores del mundo trinchera a trinchera. Veían caer a sus compañeros destrozados, algunos desfigurados por el impacto directo de una granada, se limpiaban la sangre y seguían disparando, más resueltos y enloquecidos que antes. A unos les mataba la ceguera en el combate, a otros, los menos, les salvaba. Y los supervivientes volvían deseosos de descargar en ellas toda su impotencia de amor, odio y rabia.

     Las luces oscilantes de las lámparas rociaron de sombras las paredes de la cabaña. Los soldados les dieron sus exiguas pitanzas y unos cigarrillos sin boquilla. Nieves fijó la atención en el humo que exhalaban sus labios agrietados. Con grandes bocanadas pretendía desfigurar al bastardo que tenía en su seno y los soldados, amén de respetarla más, se sentían atraídos por esa vida que crecía desafiante entre la muerte.

     Uno cabo furriel le ofreció una chocolatina y un trozo de bollo. Con relativa serenidad intentó comer. Sus mandíbulas estaban aletargadas y le dolía el tragar.

    El soldado la miró enternecido. Sus ojos eran castaños y tristes. Su aspecto pálido y desgarbado. Llevaba barba de varios días y barro en los pantalones y en la casaca. No tendría más de veinte años. Tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón de su bota. Una mancha negra se sumó al entablado que amenazaba con derrumbarse a cada paso.

Nieves aspiró su cigarrillo hasta quemarse los labios, tiró la colilla y le siguió por el estrecho corredor.

María se encogió en el canapé con las rodillas pegadas a la barbilla. Empezó a tararear una canción y las palabras despertaron en sus labios. Uno de los soldados se acercó y la mandó callar. Siguió cantando.

     Era la popular melodía de una mujer, que a caballo con su amado, escapan por una senda oculta. Y de un petirrojo que les guía por montañas y vastos prados. La mayoría se sintieron atraídos por el suave tono de su voz, mas no el soldado que le amordazó la boca. Todos retrocedieron cuando María le mordió la mano. El soldado cogió su fusil y le metió el cañón en la boca. María cayó al suelo.

-Muerde esto ahora -Aulló el hombre volcando su desagradable sonrisa.

    Una cicatriz le prolongaba la boca hasta la oreja izquierda. Ni uno de sus dientes guardaba relación con el resto. Todo en él estaba hecho para repugnar. Todo él era pura destrucción. María cerró los ojos para no advertir cómo el soldado desgarraba su ropa, aprisionándola sobre el viejo anaquel. María cerró los ojos y el hombre sonrió al no hallar renuncia ni sometimiento.

    El soldado miró a su alrededor por comprobar hasta donde podía llegar. Súbitamente paró ante la mirada del cabo furriel. Los dos hombres permanecieron desafiantes un rato. Amparándose en la confusión, María le amenazó.

-Siempre reconoceré esa cicatriz. No lo olvides. Y seré yo quien te la arranque como se arranca la piel a los cerdos.

     Un hilo de sangre le corría por las comisuras de los labios al hablar. El cabo furriel cogió con fuerza la mano del agresor. En la otra esgrimía un cuchillo de monte. El hombre de la cicatriz dirigió una mirada sentenciosa a la mujer y salió maldiciendo de la cabaña.

- ¿Estás bien?

Los dos salieron a la mañana bajo un cielo inagotable.

     El sol reptaba imbricado entre nubes bajas. El cerro, deslindado por el arrebolado ímpetu de los rayos del sol, se fundía en la lontananza. Un dilatado llano se extendía hasta la colina “colina vigía” la llamaban, pues toda ella figuraba un ser armado y en actitud de espera. Todo a la vista adquiría un vasto e hinchado lago que se erguía con las primeras luces.

     Una ráfaga de viento barrió las hojas muertas del bosque y balanceó las escoradas copas de sus árboles. María se sentó en el rellano de la cabaña con las piernas estiradas, tal marioneta olvidada en el rincón de un teatro. El cabo furriel se sentó a su lado y apartó un lacio mechón de su frente. Una parvada de pájaros rayó el cielo como aviones en formación. Les siguieron con la mirada.

-Mi nombre es Armando.

-El mío María.

Las palabras parecían quebrarse en sus labios.

    En silencio se abandonaron hasta que un profundo grito les despertó. María se precipitó hacia el cuarto donde se hallaba Nieves. Los soldados y sus compañeras miraban al interior consternados. María hubo de abrirse paso a empujones. Sin hallar fuerzas para soportar aquella visión, cayó de rodillas. Nieves estaba sobre el jergón haciendo tales extraños, que nadie se atrevía a acercarse. Estaba bañada en sangre y su propia sangre se confundía con la del feto que yacía entre sus piernas. El soldado que estaba con ella salió arrollándoles. Al rato volvió con un cubo de agua, rasgó una sábana y empezó a lavarla.

     María se puso en pie. Las lágrimas le cegaban. Cogió una silla tan pesada como su amargura y la descargó sobre el soldado que la estaba lavando. El hombre se desplomó sobre el jergón con la cabeza abierta.

     Nadie se movió. Un silencio catatónico envolvió la estancia. Nieves sonreía sin voluntad. Levantó la cabeza con esfuerzo y se mantuvo sobre los codos. Sus rasgos eran angustiosos. Sus manos intentaron acercarse al feto desterrado y mirando a María gritó en su último suspiro:

-No le matéis.

    La tormenta reventó como un obús en puertas y ventanas. Tras unos minutos de desconcierto los soldados huyeron. La crudeza de un otoño desnaturalizado al fin se mostraba sin reservas. Las mujeres esperaron a que llegara la noche para enterrar sus cuerpos, mientras los grillos cantaban estúpidamente.

Sentada en una piedra, Carmen hizo vibrar su violín. Con un lamento infinito repetía:

-Cavad -Cavad- que al otro lado de la colina alguien grita nuestro nombre, aún alguien nos espera.

Y las palas horadaron la tierra con valentía y la tierra saltó desafiante sobre sus rostros. En el último puñado de tierra, María quiso gritar. No pudo. María sólo pensaba en huir. Y corrió. Corrió como jamás lo había hecho en su vida, mientras la sonrisa apagada de Nieves le quemaba por dentro.

    Y sus pies no tropezaron con el inabordable suelo porque los guiaba la fe del que se cree en su derecho de escapar. Georgina le gritó -“Vuelve, no hagas locuras”. Pero María le contestó: “Ya no hay remedio”. Y siguió corriendo, avanzando en la ignorancia de los sucesos, dejando atrás las heridas, esquivando los escombros; sufriendo como sólo sufren los muertos: Un desamparo total.

Y por fin…

por fin el sol cegó sus ojos cuando pisó el cemento de la carretera. No pudo imaginar jamás tanta soledad en un instante. A lo lejos, halló una manada de lobos y les comunicó que ya era libre, como ellos. El sudor le abrasaba el rostro cegando su intento. Se rebeló. Y notó que sus pies no querían detenerse hasta llegar a su pueblo.

     En la entrada, sobre una piedra de viejos, descansó el dolor de sus huesos. Comprobó que el pueblo estaba desolado. Una nube de abandono lo tenía preso. No se lo creyó y siguió avanzando. Tanto techos de casas como paredes y suelos se confundían en escombros sin dueños. Ya no le quedaba nada, mas el cielo la miró entristecido y le enjugó el sudor con aire fresco y a pesar de todo llamó a la puerta de su casa y pensó “Cómo explicarles mi ausencia sin vergüenza en mis silencios”

     Y María miró la puerta destruida, sintió un dolor inmenso y volvió de nuevo sobre sus pasos muertos.
F.D

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