Relato"La observadora" incluido en la antologíade mujeres malas"Casa de fieras"por M.A.R. Editor |
LA OBSERVADORA
Los ojos tatuados en un prolongado
espejismo y los labios entreabiertos en un conocido rictus, me advierten que
los hilos que nos unen no son tan complejos. Sandra recoge las colillas que he
dejado en el salón. Adivino la furia de su percepción olfativa mientras
estrella –mentalmente- el cenicero contra la cristalera. El silencio
retrospectivo, más hiriente que las palabras, se mantiene tras los gestos
cotidianos
No sé en qué fase se encuentran sus
reflexiones, si Recuerda o Reprocha cuanto contamina nuestro vínculo, en
cualquier caso todo lo transforma en una gran R que intenta Redimirme antes de
dar el portazo. Nuestra relación está ahora en el grado de frustración que más
me complace. Como un perrito viene una y otra vez a mí para que le de la
galletita que nunca alcanza.
Soy lo que se dice una observadora
metódica y sin escrúpulos; me basta un solo tic para adivinar el siguiente paso
de mi víctima. Conocí a Sandra en la escuela de danza y creo que acerté al
elegirla para mis propósitos. Ella es un peón en mi tablero de ajedrez y ha ido
reaccionando ante mis deseos tal y como lo tenía estudiado. Sus pobres jugadas
no ponen en peligro mi poder en el tablero. Esta mujer es lo suficientemente frágil
para manejarla a mi antojo.
Sandra limpia la mesa con la patética
naturalidad del herido en su amor propio. Sus ojos están furiosos ante la
mancha de vino en el mármol. A través de su mano –larga, suave, de una
feminidad aristocrática- libera la energía negativa que la consume y apenas me
mira. Lucha por conservar la serenidad. Teme que un gesto suyo me haga
abandonar esta guerra no declarada. Quiere acusarme, pero al mismo tiempo sus
labios se recogen en un puchero infantil.
Hoy se ha vuelto a calzar las sandalias
cochambrosas que tanto detesto. No como venganza, sino como un signo alarmante
de rebeldía. La encuentro Ridícula y aunque sé que sufre prefiero callar y
dejar que el tiempo pase y la tensión se relaje por si sola.
Ahora coloca sobre la mesa limpia el
cenicero limpio y la amargura almacenada. Su figura corta la tenue luz que
entra por la ventana en una baile de sombras que desaparecen tras titilar por
nuestro salón.
Sandra guarda y ordena febrilmente todo
cuanto está a su alcance como terapia provisional; posee los movimientos de un
felino y adivino a través de su fragancia el sonido de sus pasos apenas
perceptibles.
Todo me otorga doble poder sobre ella. Como
espectadora que ha de participar en la función, es mi exasperante silencio lo
que le provoca esta angustia. Sigo observando su evolución y espero
incondicional el desenlace.
Ahora recuerdo el principio de nuestra relación,
cuando las noches eran solo sexo bajo el desorden de sus ávidas caricias, sus
promesas, sus ilusiones… ¡Era tan ingenua!
Sandra dejó que malograra su inocencia burlándome de sus más íntimos
pudores. Y me hizo sentir maestra de maestras y fui falsa, porque era más
fuerte el deseo de observar mi creación, que la compensación de su abandono sin
condiciones.
¡Qué
absurda puede llegar a ser la amante, que no la amada!
Sandra desaparece durante un rato en el
que aprovecho para estirar el cuerpo y emitir un suspiro. Sigo teniendo el control. Como la perdiz de Jenofonte siguiendo su
instinto cojo las llaves y me dispongo a
salir un rato. Cualquier pretexto es bueno con tal de ocultar mi satisfacción.
Apenas he tomado la decisión de irme, me
llama con una urgencia enervante. No quiero ceder. Tendría que fingir que acabo
rendida en sus brazos y sé que haríamos el amor: ella con el arrebato de los
primeros días pero aprovechando para criticar mi actitud pasiva y mis dotes
para desentenderme de todo. Y yo la odiaría una vez más.
Sigo con la mano en la puerta, dispuesta
a abrirla para escapar de sus súplicas cuando Sandra, “in púribus”,
se aferra a mi cintura desde atrás y me
susurra algo al oído. Siento en el calor de su aliento cómo se desprende de su
orgullo tan fácilmente como de la ropa (incluso a su nombre renunciaría si se
lo pidiera). No es mi culpa que sea
tan débil.
Me limito a dar un paso hacia el umbral. Su cuerpo me inmoviliza
y hasta parece recrearse en mi obstinada oposición. Ella también cree conocerme
más allá de lo razonable.
Aunque logra darme jaque al rey, Sandra ignora que sus armas son
inútiles en esta batalla. Percibo la inseguridad en sus caricias y el temblor
de su boca. Para no caer en la trampa doy otro paso en el tablero echando abajo su
torre con un guiño de cansancio ante la anunciada retahíla de quejas.
Sandra descarga en dos palabras su
adhesión en una entrega lamentable, “te quiero”, grita. Mal paso.
-Déjame
salir- Le digo con desdén.
Por supuesto intento imprimir a mi
entonación la más cruda de las sentencias sabiendo que ella seguirá
Rebajándose. Me desentiendo, cómo no, de cuanto se fraguó entre miradas y
promesas en sus días de euforia. Olvido que Sandra respondió desde un principio
a mis arbitrarios deseos, doblegándose con la ternura de un cachorro hacia
quien, en suma, le complacía tan solo observar las transformaciones de su
acólito amante.
De nuevo adivino sus reiterados
movimientos. Se vaciará por dentro la lacaya desesperada que dormita en su
interior, probando, ya como último recurso, la amenaza del suicidio. ¡Si
supiera lo poco que me importa! Así cree que logrará arrastrar mi conciencia al
abismo de la culpabilidad –“Porque tú-
dirá, eres la causa de mis trastorno; tú— recalcará —me has
moldeado y ahora me miras como si no me conocieras, o tal vez cansada
—maldita seas— de que mis reacciones no sean para ti más que una vieja
película, te permites menospreciarme”
Siempre la misma historia desde que nos
conocemos. Me aburre. No obstante este es mi juego y yo decidiré cuando lo
termino.
Pero Sandra, ante el hastío que me han
provocado estos pensamientos, no parece evolucionar como imagino. Me vuelvo
hacia ella. Sus ojos han adquirido un brillo singular, sus labios sonríen
impertinentes, más carnosos y apetecibles tras lo que parece un arranque
inesperado de inmunidad sentimental.
Sus talones giran en una rápida pirouette y se dirige rápido hacia la
ventana. Cierro la puerta y decido seguirla. Me doy cuenta de que la he
presionado demasiado. Tenía que haber retrocedido un poco y mostrarme tan desarmada
como se ha sentido ella tantas veces.
Pero ya no parece considerar mi inquietud
alcanzada ya la catarsis, porque una Sandra muy digna, dueña de su tiempo y de su
desnudez, abre la ventana con
determinación, aspira el aire de varios kilómetros a la redonda, y en vez de soltarme todo un rosario de obviedades
me mira indiferente y con una crudeza difícil de asimilar. Durante un par de
segundos no soy capaz de ver nada. Un rayo de sol, sin el cuerpo de Sandra
haciendo de parapeto, sin fronteras, me
viene directo al iris y me encuentro cegada buscando a Sandra, mi Sandra.
Jaque mate al rey.
Ella, que fue siempre tan Respetuosa con
mis sentimientos.
Fátima Díez