Fátima Díez- escritora- Bilbao

LA LLAMADA DE LA SANGRE






LA LLAMADA DE LA SANGRE
                                                                                                  Vivir es morir

Y morir es volver

(Tao Te King)



    Recuerdo que Evaristo se sentaba en el porche al atardecer. Su hermana Avelina cogía al gato rojizo y lo colocaba sobre su regazo. Él ponía sus manos encima del animal y así se quedaba, hasta que la luz vencida cerraba sus ojos y el gato se iba, como de puntillas. Cuando Avelina llevaba a su hermano de paseo, él corría algo desmañado, soplando hacia esas nubes que juegan a ser invierno. A veces, solo a veces, la nube desaparecía, y la sonrisa se le pegaba a la cara. Entonces podíamos comprobar cómo en el interior de su mente atrofiada se escondía aún el niño que fue.

    Han pasado muchos años; apenas levantábamos unos palmos de suelo cuando les veía al regresar de la escuela. A Evaristo con su aspecto redondo y la mirada distraída sentado en el porche, y a su hermana Avelina, vestida con su vieja bata de linón arreglando el jardín. Con una mano en el manillar para no caerme y en la otra el estuche de mis lapiceros, hacia restallar la valla que rodeaba su propiedad. A Evaristo le gustaba el clin-clin metálico. O tal vez fueran los gritos que me lanzaba su vecina o los ladridos de su perro. Aquella vieja tenía muy mal despertar de siestas.

   Una tarde me encontré a Evaristo en la puerta de la verja con una pastilla en la mano. Avelina, que parecía estar hecha de silencios, arreglaba el rosal que cubría parte de una ventana. Sin girar la cabeza, sin mirar hacia ningún lado en particular, dijo:

-Acéptalo, es un regalo para ti.

   Me quedé inmóvil, sin saber que hacer durante un rato y la cogí. Esto se repitió durante varias semanas. Y el verano se presentó con toda su fuerza. Un sábado por la tarde cogí mi bicicleta y le devolví a Avelina la bolsa de pastillas que había ido acumulando. Al principio la miró sorprendida y por segunda vez volvió a hablarme:

-Buen chico. Si quieres pasar… es hora de su baño.

   Antes de entrar, la mujer dejó apoyada sobre el marco de la puerta la vara de chopo que utilizaba para escarbar la tierra. Tenía la cabeza embozada en un pañuelo y las gafas le caían de la nariz, como si lo único realmente importante de ver se encontrara siempre bajo su barbilla. Me llevó hasta una habitación con un fuerte olor a rosas. Avelina sacó la muda de Evaristo de una cómoda a la que apenas le llegaba la luz mortecina de una bombilla. Después desapareció con la ropa y yo me quedé asomado a la ventana.

   De la pared enjalbegada de su vieja vecina, colgaba una madreselva abandonada a su suerte. Los setos que la cercaban estaban sin podar, coronados de cambronales. Justo al otro lado de la casa, el paisaje se arriscaba violentamente, haciendo desaparecer el pueblo entre peñas y arbustos. En invierno, cuando la densa niebla se encarga de ocultarlo todo, el pueblo no es sino un fantasma varado en el olvido.

   Pasó por el camino mi tío Juan, pedaleando despacioso con su saca de correos en la parrilla. Se quedó mirando mi bicicleta, preguntándose seguramente que se me habría perdido en aquella casa.

   De pronto oí un chapoteo intenso al otro lado de la habitación. Era Evaristo metiéndose en la bañera. Imaginé aquel cuerpo enorme abriendo un boquete en el agua, provocando un maremoto en la superficie burbujeante.

-Al principio mira el agua con desconfianza –dijo Avelina desde el cuadro de la puerta- Luego adopta una postura fetal y se niega a salir. Debe recordarle el vientre de su madre ¿Tú qué crees?

   Yo no sabía qué quería decirme con eso pero asentí con la cabeza. Avelina se secó las manos jabonosas en el delantal. Por entre las mangas arremangadas asomaron unos brazos rústicos y membrudos que parecían no cansarse nunca. Volvió a coger la bolsa de pastillas que le había devuelto, la miró largo rato y dijo:

-Es su medicación, él cree que son caramelos. Por eso te los regala. Nunca me he atrevido a darle un caramelo desde aquello. No es justo.

Avelina se refería al pozo. Evaristo aún recordaba que su amigo Pedrules se había quedado dentro del pozo, mientras a él lo sacaron con el caramelo por el que discutían todavía en la boca. Todo el mundo lo dice: Este muchacho, antes de lo del pozo, era más despierto.

   Su hermana me mando sentar en una silla y ella se fue a buscar otra. Me asomé al baño. Evaristo estaba plegado sobre si, del mismo modo que un miedo o un dolor profundo. No sé porqué en ese momento sentí el impulso de coger uno de mis caramelos del bolsillo del pantalón y se lo metí en la boca. Evaristo trazó una gran sonrisa con aquella cara de luna llena que tenía.

   Avelina regresó con su silla y la colocó frente a mí. Durante un rato no dijo nada, como si se reservase el derecho a hacerme confidencias poco a poco. Sus ojos eran ambarinos, igual que los de mi madre, pero apenas los abría lo suficiente para que alguien se fijara en ellos. Preguntó que si no me cansaba con la bici, siempre para arriba y para todos los lados. Que ella era incapaz de mantener el equilibrio. Que había sido la única niña del pueblo así de torpe con los juegos y lo que siempre le había gustado era escribir, juntar las letras una a una y dibujar el pensamiento.

   Al otro lado podíamos oír el chapoteo en el agua de Evaristo y algún que otro sonido espontáneo e incomprensible. Avelina ladeó la vista hacia la puerta.

-Nada ha vuelto a ser igual. Ya no sé qué hacer.- susurró entrecerrando más los ojos.

   Tenía las manos unidas y los nudillos blancos. El chapoteo se oyó más intenso. Avelina acudió rauda. Yo le dije que mi tío Juan me estaba esperando y me fui.

   Cuando llegue a mi casa, las palomas andaban abofadas y ya se oía el seco roncar de la mula. Había pasado el resto de la tarde entre los almendros y las bodegas de la loma. El verano tenía la buena costumbre de alargar los días y que en mi reloj no pasasen las horas.

   Mis padres y mi tío juan me recibieron con ojos interrogantes. Luego mi tío juan puso su mano sobre mi hombro y me dijo a bocajarro:

-Evaristo se ha ahogado.

   Y a mí no me costó nada imaginarle, observando el agua sin temor, como si entendiera, sumergiendo dócilmente la cabeza, empujando…para regresar cuanto antes al vientre de su madre.


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