Fátima Díez- escritora- Bilbao

miércoles, 18 de mayo de 2016

UN PÁJARO EN LA SOMBRA


FOTO CEDIDA POR L.M.L.

Un pájaro en la sombra
(Primer premio Torrelavega 2000)



   Conocí a Soledad siendo un niño y el miedo a lo incomprensible me hizo callar hasta pasada la adolescencia. Soledad era la hija de la costurera y aquel maldito día agachaba la cabeza en señal de respeto ante su cadáver.

   Su cuerpo, vestido de lino, estaba sobre una mesa de madera en el centro de la habitación. La madre la quería allí por no tocar las sábanas aún recientes del mal parto. Alrededor de la mesa habían colocado unas cuantas sillas de enea que apoyaban sus respaldos en la pared debido a lo reducido de la casa. Sobre el aparador una bandeja con una botella mediada de aguardiente y pastas. Por la ventana del tabuco entraba una luz filtrada a través de la higuera blanca; sus reflejos chocaban en la quietud de las cosas como fantasmas que fuesen a llenar el velatorio.

   El llanto de un bebé salía de otro cuarto. Sonaba con una insistencia cadenciosa, rebotaba en las encaladas paredes y apenas podía prestar atención al rezo. Mi madre me miraba de reojo y hasta me dio algún codazo sin que la costurera la viera. De cuando en cuando la costurera dejaba escapar un lamento entrecortado. Entendí que el dolor ya no le cabía, que todo por dentro se le clavaba con amargura.

   La amortajadora se quedó lo justo para los preparativos, le dio un abrazo, masculló algo así como “un niño sin madre es como un pozo sin agua” y se fue con un paciencia entre los dientes. Eso fue todo.

   El cielo se cubrió de nubes pizarrosas. De repente la oscuridad nos dejó como más solos. Al desconsuelo del bebé se unió el silbido del viento azotando el tejado. Así supe que el cielo también tenía memoria; lo mismo que si fuera un amigo y los dos recordásemos a un tiempo, nueve meses después, lo ocurrido aquel día.

   Todo empezó como un juego. Supongo que como empieza todo en la vida de un niño. Aquel día, los piratas del norte nos batíamos a muerte con los piratas del sur. Una horda incansable de críos invadimos las encinas. Yo logré tomar posición en una encina muy frondosa, la que estaba más apartada de todas y sombreaba parte de un ribazo.

   El campo despertó húmedo, pero desde lo alto, la luz se lanzaba sobre el callado paisaje prometiendo un verano abrasador –En las tardes castellanas, la noche es un intruso al que le cuesta llegar.- Asomaban rebrillos sobre el vientre de la paramera como estrellas que brotaran de la tierra. Y si uno se movía, parecían titilar como en el cielo. Así me entretuve.

   Cogí un caramelo que llevaba en el bolsillo del pantalón y al quitarle el papel se me cayó. Allí quedó clavado en la hierba. Lástima, pensé. Acomodé la espalda al tronco, estiré las piernas, crucé pie con pie. Me sentía el rey de los bucaneros en aquel país sin mar. Mis compañeros, cansados de esperarme, se perdieron hacia el horizonte. Aquel día tenía la cabeza llena de fantasías.

   De pronto asomó una pareja por la paramera. Cada vez se acercaban más. La mujer iba apoyada en el hombre mientras él la ceñía por la cintura. Para cuando se sentaron bajo la encina, yo ya estaba muy quieto, no fuera ser la caída de una hoja me delatara. Incluso cerré los ojos –recuerdo- para asegurarme que no me descubrieran.

-Seguro que este año te coronan reina de las fiestas- dijo el hombre que tenía una voz muy ronca y desagradable.

-no bromees.

-apuéstate lo que quieras.

   Faltaba un tiempo para las fiestas, sin embargo ya empezaba a sentirse en las gentes. La sangre bullía mientras preparaban las brochas para enjalbegar las fachadas. Cosían a destajo sobre aquellas telas compradas, meses atrás en el mercado de la capital. Despertaban las bodegas con su olor a jamón y a vino mimado para acoger, no solo a sus gentes, si no al pueblo vecino hecho de adobes y demasiado pequeño para tener su propia fiesta.

El hijo del alcalde era el asignado para dirigir los actos.

-Te dedicaré una copla, solo para ti- Le dijo a Soledad –Túmbate preciosa.

-Déjame, pareces un pulpo.

   Al principio la mujer pensó que solo era un juego. Después no dijo nada. Al menos nada comprensible, Su voz sonaba como si el hombre le hubiera tapado la boca mientras duró la agitación de cuerpos sobre la hierba y los guijarros. Cuando el hombre se levantó, la mujer lloró y gritó a un tiempo, ahogada por sus propias lágrimas.

Y ese calor derritiéndolo todo. Y yo mordiéndome el labio por no gritar.

   Mientras se colocaba la ropa, el hombre estalló en risas con la facilidad que ríen los ricos, o los tontos. Abrí los ojos – A veces es preferible permanecer ciego ante la vida- En un entresijo de mi corazón se abrió mi primer rencor. El hombre miró hacia el suelo y descubrió el caramelo que se me había caído. Lo cogió, se lo metió en la boca, y se fue saboreándolo, silbando, satisfecho, como más estirado.

   Al mismo tiempo el cielo se cubrió de nubes temporales tapando el sol. Las voces de mis amigos me buscaban en la distancia. Miré hacia abajo. No sabía qué hacer o si debía hacer algo. Ya no me sentía el rey de nada

   La mujer empezó de nuevo a sollozar, quedamente, con los ojos cerrados. Reconocí que era Soledad, la hija de la costurera. Los bucles del pelo esparcidos sobre la hierba como raíces a las que estuviera sujeta, la piel blanca y temblorosa como su voz -no me abandones aquí- repetía. Abrió los ojos, donde ya tenía reflejada la aspereza de la tarde, y me vio como un pájaro que acabara de posarse en la rama. Entonces pensé, “tiene que sentir frio” Bajé de la encina, la tapé con su propia ropa y me fui, dejando que el niño que aún llevaba dentro se fuera perdiendo por el camino.

   A pesar de mi negativa, mi madre me llevó al sepelio. Al entrar en la casa de la costurera, se oía insistentemente el llanto de un bebé. La madre de Soledad nos mandó sentar y se fue a calmar al bebé. La habitación se quedó con el silencio de la muerta.

   Frente a mi estaba sentado un hombre bebiendo una cerveza. La luz apenas me permitía distinguir sus rasgos. Al rato se levantó, caminó hacia mí, metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un caramelo.

-¿A qué te gustan los caramelos? –Me dijo con una voz muy ronca y desagradable.

Le miré fijamente. Aún seguía petrificado cuando la costurera salió del otro cuarto y me dijo también:

-Anda rico, cógele el caramelo a este señor.

Si la costurera supiera, hubiera odiado tanto los caramelos como yo… O más.

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